La razón poética

La intimidad del bosque

(La intimidad del bosque, carta de Ana Silva a María Zambrano)

A ti, María, por el delirio de la aurora en el bosque.

Es tarde, la noche es un útero naciente y oscuro, y tú, querida María, te me apareces como tantas veces poblando mi intimidad a tan solo un instante de que caiga la aurora. El bosque me ve partir hacia ti, y bajo las ramas encuentro un claro desde el que sentarme en silencio a escribirte. ¿Poblar mi intimidad? Sí, como siempre ha ocurrido: un campo de quietud abierto sobre el pecho y los pechos, de acción cotidiana, un andamiaje asistemático de palabras invisibles que retornan siempre al eje de tus manos. Es allí desde la palma de tu mano donde mejor te comprendo.

No he podido, sin embargo, cogerte la mano. Tentar acaso los pliegues de tu piel para comprender tu pensar desde el silencio de la carne. Bien sabes que nunca te he conocido quizás por ello nunca me has abandonado. Te he respirado entre las páginas de tus primeras ediciones y desde allí he dado el salto a tus ojos. Un salto de esos en los que se puede perder la vida y salvar el alma. Me has salvado. Sí, creo que me has salvado del delirio de la vida malbaratada. Gracias a ti he comprendido que Plantón nunca fue un filósofo. A desconfiar de los que expulsan a los poetas e ignoran la carne, el cuerpo. Me has dado el olfato para desdeñar a quienes agotan las horas para engordar su orgullo y redimirse de su impertinencia. He amado a tus amigos. Y he reposado, cuando no he encontrado respuestas, desolada, sobre las suaves alas de terciopelo de tu ángel, Valente.

Admiro la sencillez y hondura con la que me has enseñado a saber quién soy. Una frase tuya ha sido suficiente: “prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila”. Y pensarán, María, que no sé en lo que me he convertido. Que nunca debí alzarme hacia los sueños, a la utopía de belleza irrenunciable, al peregrinaje errante de la vida, hacia la pura soledad que siempre  nos lleva al puro encuentro, a la pura armonía. A la maravilla de poder llamarte por tu nombre, María, otorgándote el mismo tratamiento que a quienes conocen el color de mis ojeras y de mis sonrisas, a aquellos que me han ayudado a hacer la mudanza y han cargado con mis maletas, a los que, como tú, me han mirado desde la estantería entre libros sin emitir un juicio de valor. Desde adentro sé que puedo llamarte sencillamente por tu nombre.

Permíteme darte las gracias, aunque sé que no te gusta. No es necesario que respondas ahora, déjame continuar.

A veces he querido hacer un discurso teórico para explicar por qué siempre has pretendido ir a lo que no se ve de las cosas, a su mitad invisible. A enseñar cómo has puesto la atención en esas imágenes y sensaciones evanescentes que parecen destinadas a consumirse en el instante y que -sin embargo- atesoran ternura a nuestra Unidad. Occidente nunca te ha comprendido.

Tu filosofía de los sentidos me ha abierto la puerta a la llama y revelación de lo pequeño. Lamento decirte que la academia se resiste a concebir tu razón poética como razón creadora a través de la cual podemos pensar y estar en el mundo de forma diferente,  involucrando a hombres y mujeres fieles a lo que ven, a lo que viven, a lo que sienten y a la palabra. Sé que nos iría mejor uniendo el pensamiento, la vida, las emociones y los gestos. Tu pensamiento dará luz a la oscuridad de la vida humana, algunos ya estamos trabajando en ello, escuchando la parte oculta-invisible ignorada, dando voz a la intuición, sin que sea necesaria clasificarla.

Occidente me cansa. Escindido el corazón de la razón, no me rindo; entonces desaparezco en el bosque, a desposeerme, a dejar de ser, a darlo todo, a detenerme y mirar. Sé que tú –aunque yo no muy bien- me comprendes siempre. Me has visto danzar por el bosque, dar vueltas y perderme hacia los claros. Me dejo, al igual que tú, ser movida por la luz. Y sabes que inevitablemente el juego de luz siempre nos lleva a la penumbra, desde donde se puede al fin pensar en calma. Sólo en la penumbra podemos entregarnos. Adoro la penumbra con la fuerza de lo que no puede comprenderse.

A todo esto, María, últimamente este país gira loco hacia el absurdo y la desorientación. El exilio vuelve a ser un péndulo angular. Tú que llegaste a sufrirlo y amarlo lo sabes. Hemos vuelto a olvidarnos de lo más importante quizás, el único proyecto por el que valga la pena vivir: ser persona. Nos advertiste del caos al que nos lleva no dirigir lo humano a la moral y a la vida. ¿Qué haremos con esta desorientación?

No sé María, debería hablarte de usted pues de todos los árboles del bosque eres el único por el que he sabido que un árbol es una criatura mediadora entre el cielo y la tierra; que busca la luz y crece; que a fuerza de generosidad, de esa generosidad que ha creado esa sustancia limpia, fuerte y buena, que es la madera, se sobrevive en una suerte de humilde inmortalidad.

Por eso te digo que debería de haberte tratado de usted.

Siento que la aurora nos llama y me tengo que despedir de ti, bajo el recuerdo azul del mar, nuestro mar Mediterráneo. Le mer es bleue, entiêrament bleue…

Déjame evocarte, maestra, nombrarte en el silencio, pedirte que siempre estés aquí. Déjame también decirte que la intimidad es este modo inventado de quererte, descalza en el bosque, sintiendo como el tiempo penetra el amor en días de Afrodita -como éste- en los que todo comienza de nuevo.

Se hace tarde, y aunque es julio, afuera los árboles tiemblan de frío.

Atentamente,

Ana Silva

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