Los lagos de Aixa
Querida Aixa:
Desde que llegué a estas tierras, no he podido evitar recordarte ni un solo día. El aguamarina de estos lagos, tan profundo como tus insólitos ojos, hace que tu presencia navegue día y noche en mi ser. Me acuerdo perfectamente del día en que naciste. El barrio entero se revolucionó. Los vendedores de ungüentos dejaron de vocear, atónitos, sus mercancías para, al instante, gritar el milagro. Ojos verdes sobre el fondo de una piel oscura, enmarcados por una maraña suave de pelo negro. Las mujeres se levantaban sus abayas lo poco que les permitía el pudor para correr de casa en casa de las vecinas rezagadas, aquellas que, azuzadas por el llanto de sus bebés hambrientos, aún no habían salido al mercado y por tanto desconocían la noticia. Algunos hombres se miraban, preocupados por el fenómeno. Los más ancianos se mesaban las barbas intentando recordar algo parecido. Pero no lo lograban.
Eras la criatura más perfectamente hermosa y extraña que había nacido en aquellas tierras. Nadie podía creer que unos ojos tan inusuales podían pertenecer a alguien de este mundo. Los tenías de color aguamarina. No azules como el lapislázuli, ni verdes, del verde de las olivas cuando están maduras y caen vareadas bajo el azote implacable de los gañanes del campo. Aguamarinas como lo son estos lagos. Ni siquiera los gatos presentan aquel color en sus ojos rasgados. Y fuiste tú, mi pequeña Aixa, la que con esas dos aguamarinas llenas de vida incrustadas en tu cara, mirabas al mundo con la curiosidad de una recién llegada. No sabías que esas piedras preciosas que eran tus ojos se convertirían en el cruel martirio de tus padres, de tus hermanos —como lo soy yo uno de ellos—, de tu familia en suma. No podías saber, mi dulce Aixa, que te harían con el tiempo en la esclava más hermosa y que los hombres caerían rendidos a tus pies, subyugados por el color indecente de tus ojos.
Y ahora, muy lejos de ti —intuyo, pues no sé dónde te encuentras realmente, llevada cruelmente a la fuerza—, me miro en las aguas de estos lagos y en vez de percibir mi rostro reflejado en ellos te veo a ti, hermosa Aixa. Y pienso en lo bonito que sería tener a mi hermana al lado, y lloro, y de las lágrimas me encantaría que brotaran tus manos para tomarlas entre las mías y tu cuerpo para poder abrazarlo. Mi pequeña Aixa, mi dulce hermana de ojos que fueron primero tu triunfo y posteriormente tu rémora: cada vez que veas un lago como estos que ante mí se muestran, entorna los párpados y piensa en mí. Y no permitas más que el fulgor de tus ojos, que opacan el color de estos piélagos transparentes, continúen enamorando a los hombres extranjeros y así prolongues más tu agónica lejanía.
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