A Estela, mi profesora de Lengua en el instituto
París es, seguramente, la ciudad más imponente en la que he estado. No me gusta decir que es la más bonita porque ciudades hay una en cada sitio y todas las que son dignas de visitar tienen su espíritu. París durante el primer fin de semana de marzo de dos mil catorce fue un sitio soleado, corría buen viento y Rick había vuelto de Casablanca, le conocí una vez que soñé demasiado, cuando por fin le tuve cerca me fijé en que estaba estaba tan en blanco y negro como en mis recuerdos. Llevaba unos sesenta y cinco años haciendo cosas que él no sabía que haría. Lo encontré en un bistrot escondido de Saint Michel, donde encuentran a sus melancolías los viejos amigos. La Nostalgie, el sitio de las almas perdidas. Era magnífico, jamás encontraré mejor vino que ese, sabía a todo lo que había perdido y, para mayor sensación, en La Nostalgie no puedes elegir lo que vas a beber, son las botellas quienes van a tu encuentro.
Si bien es cierto que la especialidad era el vino, Rick, como buen americano, disfrutaba del Bourbon into mine. En la parroquia se conocía de sobra lo que diría en cuanto el camarero le sirviera aquel vaso, lo decía en su inglés americano y sucio, era su verso y nadie jamás podría decirlo mejor que él: “Of all the gin joints of all the towns in the world… She walks into mine”. Después de sesenta y cinco años de la misma frase, rodeado de los mismos viejos amigos “she walks into mine” era ya un coro que todo el bar repetía. Rick aceptaba la broma y sonreía con tristeza sarcástica por primera vez en todo el día con un into mine en la mano, luego se quejaba de que ya no se fumaba en los bares, ni siquiera allí.
Cuando le preguntaron por qué volvió de Casablanca por primera vez dijo: “Porque una vez dije que siempre me quedaría esto, así que vuelvo para tenerlo, y que me deje de quedar”. Tenía la cara más fría y la elegancia más alta que las buhardillas. Su sombrero era el sombrero de la cabeza con el pelo mejor peinado que jamás pasó por la plaza de la Concordia, pero tenía las manos llenas de lluvia y los ojos llenos de otoños. Era y es un hombre atractivo, enamorado sin quererlo y para siempre de la más hermosa, la más inasequible y la más sofisticada de las ilusiones: París, que después de que aquella historia de los cuarenta se acabara se convirtió en su mujer imposible. Un ideal perpetuo.
Esa ciudad no le queda a nadie nunca. No va con nadie, no se mueve. Enjolras se lo dice todos los días: “Nosotros fuimos los que iniciamos esto y hoy en día nuestro ideal está a la altura de las ratas que de noche ensucian y mean en los puentes que cruzan el Sena”.
Un hombre no debe enamorarse de París de esa forma tan condenada al fracaso. Ella se había ido, la orilla del Sena no la iba a devolver. Aunque la devolviera, Rick ya no la reconocería, su piel no sería la misma, su cara se habría enfurecido, sus ojos no tendrían el brillo que tuvieron después de sesenta y cinco años de infelicidad. Hubiera dicho lo que hubiera dicho en el aeropuerto de Casablanca, su vida se condenó al arrepentimiento cuando se subió a ese avión. Pero París no era una salida, aunque era mejor que lamer las esquinas buscando la sombra de aquella mujer.
Los pintores enseñaron a Rick la parte buena de todo aquel embrollo. En un atardecer de Montmartre, uno de ellos le dijo: “Mon amie, no hay nada mejor que una mujer muy alta. Cuando una mujer es muy alta y la amas, sólo puedes ver mujer. Por eso amar a París es hermoso. Ves amor por todas partes”. En ese sentido, París era perfecta, solamente se expandía, desde el Sacre Coeur ves París por todas partes, todos los puntos cardinales son París. Desde los tiempos de Phoebus, mucho antes de que el majestuoso Porthos y muchísimo antes de que el bondadoso Monsieur Madeleine existieran París lleva siendo la misma. Inabarcable. Grandiosa.
Ella se había ido para siempre y ahora París era su amante. Aquella meretriz virgen de los aristócratas. La suya y la de tantos otros. París, París para siempre, mientras el tiempo pasa en Constance, Cossette, la Reina Ana, Esmeralda, Zelda Fitzgerald, las muchachas de Picasso y las amantes de Hemingway. Pablo, Ernest y Scott, a veces, se reúnen también en La Nostalgie para recordarlas entre lágrimas de hombres que perdieron el miedo a la muerte.
Rick se enamoró de París como la sustituta perfecta de aquella mujer. Eso le estaba matando al mismo tiempo que le daba otra vida distinta. París, la más esplendorosa y a la vez la que vive en blanco y negro. La que enterró a Quasimodo, tiroteó a Èponine y Gavroche y mandó a Raúl a una guerra absurda por la merced de un mal rey.
Aquella era París, Rick estaba perdido y yo, aquel fin de semana del día mundial de la mujer de 2014 andaba por Saint Michel, perdiendo los cuadernos por una historia de amor que contar en el bistrot La Nostalgie, donde vamos los que perdimos todo menos la memoria, a ver cómo Nuestra Señora se alza sobre todos los puentes del Sena, con sus dos torres como dos piernas y ese rosetón que nunca llegaremos a tocar.
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