La garza de cuello blanco y largas patas aguarda una ráfaga de viento para echar a volar. Levanta los ojos y descubre el cielo magenta. Frente a ella el Palacio Púrpura, el de los arcos carmesíes, donde los alquimistas del príncipe buscan la inmortalidad con las miradas perdidas en el errar de las nubes escarlatas.
La garza blanca busca el camino que comienza más allá de las moreras y espera la tarde paciente, mientras contempla las flores imaginarias de papel. Aguarda la primera estrella, posada en los cerros donde gotean las hojas de los sauces y brotan los cerezos, las camelias, los lotos y las peonías.
Ahora se siente poseída por la tristeza. Está anhelosa por irrumpir en el Pabellón de los Deleites, el alminar donde habitan las sensuales damas que componen poemas de amor y los combatientes que buscan la quietud.
Ella es como una crisálida, nacida para transfigurarse cuando aparezca el astro celeste y los arrayanes exhalen su perfume nocturno. Sólo entonces volará hasta el minarete, convertida en amante del sultán.
Porque el magenta es ciertamente el color de las quimeras, de las utopías y de los sueños.
La eterna Atlántida fluye por la paleta de José Alberto López como un sumiso lecho de colores.
Sus colores granas, magenta y púrpura, transforman la desolación que produce el misterioso recuerdo de la Atlántida anfibia, nuestro glorioso pasado enterrado en el cristal de la memoria.
Sus pinturas recuerdan el nebuloso pasado que se yergue frente al Ídolo de Gadir y los dioses luminosos de Tartessos.
Del esplendor al misterio, esa es la última página de la Atlántida que dibuja José Alberto, entre prismas de aguas antiguas y alas de crisálida azules, que emergen entre las aguas del abismo infinito.
Texto de Jesús Maeso de la Torre
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