Música

Las rusotadas de Llorente y Lamas o cómo se portan en Moscú un vago andaluz y un cateto lucense

En Moscú, Lenin custodia una entrada al metro y un kiosko. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

En Moscú, Lenin custodia una entrada al metro y un kiosko. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Mear camino de Rusia a 10.000 km de altura y pensar que estoy regando algún campo de amapolas de Zúrich a las cuatro de la mañana suizas.

Pensar que mi pis no pierde su estado líquido en su caída libre y que dos amantes rurales se preguntan en alemán o algún idioma secreto si chispea.

Jesús, a mi espalda, duerme tranquilo, y yo quiero salir y colgarme de un ala y saber cómo huelen las exrepúblicas soviéticas.

Recordar las mil veces que me he soñado robando el coche de mi padre y viajando a Moscú en la fría y pacífica oscuridad, e ir perdiendo el miedo a conducir y adquiriendo experiencia de sueño en sueño, durante todos los años que debería tener el carnet y en los que yo viajaba a Moscú mientras dormía.

Atreverme a andar hacia la cola del avión viendo cómo cruzamos la noche marcha atrás y el mundo marcha atrás, a toda velocidad; y cruzar esa velocidad buscando el váter para mear, sentir que en cierta manera estoy consumando el sueño y que a partir de ahora no sé qué vehículo manejaré mientras duermo, a qué país iré o si lo haré mojado de pis.

Jesús Llorente y yo vamos a un festival precioso en el Museum Park de Moscú. No sabemos exactamente qué vamos a hacer. Creo que nadie de la organización lo sabe muy bien. Lo que hagamos lo haremos en el Museum Park, al lado de Gorkys Park, que antes era un sitio lleno de yonkis navajeros blancos con la mirada perdida y el resorte violador flácido de un zombi; pero una especie de escuadrón de la muerte los tiroteó y ahora es el único sitio de la ciudad donde hay agua potable gratis y la gente pasea como si estuviese en la playa a mil kilómetros del mar.

Llegar sin dormir y subirse a un taxi y cruzar autopistas adelantando por las cunetas a mano derecha mientras yo intento no mirar los tatuajes carcelarios del kazajistaní que nos lleva a 1 millón de kilómetros por hora mientras maneja su GPS y fuma y se rasca los huevos y habla por teléfono con gente de la mafia para que vayan preparando una bañera de hielo para quitarnos los riñones.

Toda la ciudad enorme y pálida; cada esquina, el escenario perfecto para una pelea con un enemigo final en un videojuego. Niños que parece que no tienen alma, que ya son muy ancianos aunque lleven gorras de Gomitri o Dora la exploradora.

Los rusos lo recogen todo muy rápido. La sopa está por la mitad y hay siete camareros queriendo deshacerse de ella. Deben de ver las cosas como pruebas incriminatorias o algo así…  Imagino cómo harán el amor en sus pequeños habitáculos de cosmonauta, desesperados, aferrándose a los cuerpos, queriendo retener el acto como una especie de tesoro de lo que no es correcto.

Descubrirse bajando la guardia y encontrando en duras caras soviéticas capaces de recibir 10 balazos sin inmutarse atisbos de amabilidad, medias sonrisas, aperitivos de piel de serpiente para ver el partido, paseos por el Kremlin, césped de guarnición para la carne y chistes demasiado sórdidos y demasiado contados con mi inglés de 8º de EGB para que una promotora de conciertos anglo-germánica que también asiste al festival los pille y le hagan risa.

Los kazajistanís de los taxis ilegales no parecen tan fieros a las cuatro de la mañana. He bebido y estoy volviendo a fumar. Y Jesús duerme en el hotel y yo estoy rodeado de rusos en un local alternativo que es exactamente igual a cualquier local alternativo de cualquier sitio del mundo.

Llegar al festival sin dormir dos días y descubrir que la ponencia versa sobre la organización de festivales, como una especie de broma matrioska de realidades que se devoran unas a otras.

Moscú: Una nave espacial sirve de almacén para pequeños coches a pedales. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Una nave espacial sirve de almacén para pequeños coches a pedales. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Jesús despliega su picaresca gaditana mientras yo (que no he organizado ningún festival) me descubro como una especie de amante homosexual de Jesús que le lleva el café, y le ríe las gracias. Jesús es de las personas más graciosas que conozco, será fácil mi labor.

El malo final ruso se ha transformado en decenas de personas increíbles de las que te da pena separarte, en millones de sitios alucinantes. Pasar la tarde en duermevela insomne, demencializado por lo exótico y lo enorme chocando contra mi falta de sueño.

No paro de ver edificios que se pierden entre las nubes y monumentos al cosmonauta, hay una nave espacial que sirve de almacén para pequeños coches a pedales con los que los niños corren.

No quiero pensar de lo que será capaz este pueblo cuando vuelva a mirar las estrellas. Es triste y maravilloso ver tanto héroe del trabajo acomplejado. Tanto superhombre con el traje de Clark Kent oprimiendo su pecho cosido a su piel.

Estar en el avión volviendo a Madrid, viendo una foto de Putin pescando siluros. Estar añorante y saciado y notar que Jesús está despierto y que el avión se tambalea y desciende vertiginoso, que la gente tiembla y que él grita “vamos a morir, vamos a morir todos” y que yo, por primera vez solo pienso en dormir.

***

Leo lo que escribe Wences Lamas, mi compañero de viaje a Moscú del 26 al 28 de julio pasado, poco después de que Número Cero nos pida entregarles un artículo glosando lo que nos aconteció allí. Y comprendo que cuando aceptamos formar parte del Avant Festival y su enjambre de paneles y mesas redondas, en realidad nos estábamos apuntando a algo que iba más allá de un mero bombardeo. ¿Cómo es que volábamos en mitad de la noche (Madrid-Moscú con salida a las 23:40, y llegada a las 6 de la mañana hora local), y por qué nadie se preocupaba por dormir?

Releo sus reflexiones casi dos meses después del evento. Y recuerdo perfectamente que estábamos muertos de miedo por encontrarnos por la calle a personas a las que no les habían hecho una broma desde los 18 años evitando la mirada de personas que no habían sonreído desde los 21. Que fuimos a un restaurante tibetano e hicimos caso omiso de su carta autóctona y única, aunque por suerte fue el único establecimiento en el que no había control de coolness en la puerta (lo hay en bares, restaurantes y terrazas, como si todo fuese un club exclusivo al que no mereces pertenecer). Que dar la vuelta a la manzana, nada más poner los pies en la tierra, ya nos hacía acreedores de una medalla, una bandera y un comité de bienvenida.

Moscú: El turista que nos hace sentir menos turistas. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

El turista que nos hace sentir menos turistas. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Los preciosos edificios-colmena junto a las iglesias ortodoxas. Los bares en los que hay posavasos que dicen que el 97% de Moscú ha sido construido en los últimos 100 años y no te sirven ni un solo vodka del terruño. Los taxistas que le gritan exabruptos (con direcciones intercaladas) al GPS, y cuando éste se queja, se detienen y lo resetean, mirándote con ojos que piden perdón en ruso. Las cosas pasan, van pasando, sin que nosotros lo sepamos, juntos o por separado en aventuras paralelas. En realidad nadie lo sabe. Es un gigantesco y cirílico cirio.

Las nuevas leyes que ordenan silenciar la homosexualidad acaban de entrar en vigor. O mejor dicho, comienzan a hacer mella, y se hace raro que ni siquiera se pueda hablar sobre ello. Pasamos por un centro comercial que cumple 120 años (aunque al ser todo de firmas de lujo pensamos que se cobraba una admisión de 120 rublos solo por mirar los escaparates). Aquí la iglesia donde Pussy Riot hicieron lo que hicieron, allá unas casas en las que vivieron una serie de artistas durante la época de Stalin en una especie de acomodado exilio interior. Cuando nos referimos a episodios pretéritos nuestros mejores nuevos amigos de Moscú parecen haber olvidado cuarto y mitad de su abigarrada historia. Acullá una boda de moteros y gitanos con un recuadro de flamencos. Acá un circo abandonado con sus payasos en paro.

En su lenguaje grotesco y crudo Wences tiene parte de razón. Una parte que en ocasiones es mayor que el todo. Resulta que he ido a hablar del festival Tanned Tin, porque ha sido una de las influencias del Avant, y sin powerpoint ni nada diserto sobre la pasión y el fracaso, mis especialidades. Los festivales son como las personas: algunas se ponen una máscara horrenda para parecer peor de lo que son y lograr sonar sinceras. Los festivales, como las personas, tienen la capacidad de autodestruirse. Conozco personas muy amables que nos llevan a restaurantes georgianos (dos en dos días, no está mal), personas amabilísimas que me arrastran amorosamente a sitios como el Jean Jacques, donde coincidimos con el famoso director de cine Alexei German jr, borracho como un ucraniano y acompañado de damas muy pintadas y amancebados con guitarra. Beben y no dejan beber. ¡Ay, autor de Bumazhnyy soldat (2008), qué solo vas a terminar tus días!

Estatuas disidentes. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Estatuas disidentes. Foto de Wences Lamas y Jesús Llorente

Me hacen una entrevista (ver a partir del minuto 1:40) desconcertante. Salimos huyendo varias veces. Hay un grupo de judíos ortodoxos maleducados en primera planta del hotel. Se plantan allí con sus kippás y sus torahs y se ponen a dar codazos y a gritar como si hubiesen visto un trozo de tocino con cola y patas. Nosotros, como buenos turistas españoles (o españoles por el mundo, que es casi lo mismo), sabemos para nuestros adentros que lo único que nos gusta es el jamón. Pero son las cuatro de la mañana y tras haber hecho todo lo factible comemos una hamburguesa reseca y un filete Strogonoff mientras nos atiende el que ganaría el concurso de camareros más torpes del mundo. No sabe servir un Dry Martini (le vemos sostener un embudo y una botella mientras repasa un manual), se cae estrepitosamente tras pasar al lado de nuestra mesa. Luego nos trae agua cojeando. Se acerca varias veces para hacer preguntas absurdas, no sabe cobrar con tarjeta, desconoce que existen las propinas. La limpiadora nocturna le echa en cara que se haya resbalado justo donde ella había fregado. El vigilante nocturno le mira deseando cambiar de turno: “Uno cualquiera, pero sin ese mequetrefe”.

Lo mejor del fin de semana no es el haber conocido a gente a la que volveremos a ver con mucho gusto en venideros lustros, que nos han tratado con más deferencia y educación de la que seguramente merecemos. No, lo mejor es habernos perdido la despedida del Nasti. A un mundo de distancia, el fin de la mítica sala es el comienzo de una era. En realidad el 99% de las personas con las que coincidí allí se/nos mirába(n/mos) a los ojos buscando algo que nunca iba(n/mos) a encontrar, fuese lo que fuese. Se nos pegaban los zapatos al suelo como botellas medio llenas en la barra de la fiesta anterior. Así era nuestra sensación de permanencia. A Moscú volveré con más vida si cabe, al Nasti no volvería ni muerto. Le comento a Wences que podríamos hacer un cómic sobre el cierre dentro de la serie Autoayuda Ilustrada. Siempre con un vaso o un botellín en la mano, preguntándonos: ¿Has negado lo evidente en el Nasti? ¿Has fabulado o confabulado? ¿Pusiste allí tus primeros cuernos? ¿Te los pusieron —merecidamente— con un chico de ojos verdes tras una fiesta de Plas? ¿Tomaste tu última raya? ¿La primera? ¿Compraste todas las intermedias? Y todo con un plano aéreo y dionisíaco del local, con sus salidas de incendios y sus rincones oscuros.

Convenimos que es mejor olvidarnos de todo (a él no le apetece dibujar, ni a mí hablar más del tema) así que pensamos “es la primera vez que vengo por aquí”, no sobre el Nasti, sino sobre Moscú. En fin, lo que tuve y retuve ya se deshizo de mí, me dejó desecho, o solo llega al nivel de leve turbulencia en el trayecto de un avión que te lleva cada vez más arriba, a un lugar más vivo y más seguro. Cruzando los Pirineos, temperatura exterior de menos 50 grados, a 460 kilómetros de mi destino, siento mi corazón a la misma escala que el avioncito en la pantalla de enfrente, un coloso que ocupa toda una franja verde entre Burdeos y Toulouse. Y es entonces cuando su armazón metálico lleno de vida, de promesas y de futuro comienza a dar saltos, a frenarse, a bambolearse, a recibir golpes de viento y de tormenta. Me aferro al asiento y rezo por volver a creer. Suelto improperios, y justo cuando Wences se despierta y me lanza una mirada de desaprobación, grito “vamos a morir todos, vamos a morir”. Y solo después de que mi compañero de batallas intente calmarme logro susurrar “pero por Dios, no ahora, no ahora que parece que por fin podría empezar a ser feliz”.

Eso fue todo. Así de sencillo.

Wences Lamas y Jesús Llorente
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