Los 20 céntimos que colmaron la paciencia de los paulistanos
“Revolucionario es todo aquel que quiere cambiar el mundo y tiene el coraje de comenzar por sí mismo”.
Sérgio Vaz, poeta periférico.
Hay que conocer São Paulo para comprender por qué fue precisamente un aumento de 20 céntimos de real en la tarifa del autobús urbano la gota que colmó el vaso de la paciencia de los paulistanos, y que acabó repicando sonoramente en una docena de ciudades de todo el país. En la mayor ciudad de Suramérica —son 20 millones de habitantes con su conurbano—, la más dinámica, la más rica, y seguramente también la más desigual, un trabajador puede llegar a gastar casi un tercio de su salario, o más, para ir y volver al trabajo en autobús en condiciones de absoluto hacinamiento (1). Por si a alguien le cabía alguna duda, la Fundación Getulio Vargas (FGV) demostró en un informe reciente lo que muchos intuíamos: que São Paulo es la ciudad con el transporte más caro del mundo en comparación con el nivel de salarios. Eso, en una ciudad que, a fuerza de promover el automóvil a costa del desarrollo de la red pública de transporte —el metro es moderno y funcional, pero su cobertura es aún muy reducida— está permanentemente al borde del colapso.
Fue por ello que a mi amigo, el poeta y productor cultural Alisson da Paz, se le ocurrió repartir poesía en las terminales de autobús. Así, decía él, por lo menos les arrancaría una sonrisa a las hordas de trabajadores que cada mañana se preparan para esa odisea cotidiana, y humillante, en la periferia sur de la ciudad. Su iniciativa de repartir poesía escrita a mano en pergaminos artesanales, que bautizó como Correspondencia Poética, formaba parte de un movimiento cultural que se consolidó en la última década en la periferia sur de Sampa para después recorrer las favelas y periferias de toda la ciudad. En los saraos de poesía, las bandas raperas, las compañías teatrales o en eso que el escritor Marcelino Freire vino en llamar «literatura marginal» se repetía un mensaje: que la población periférica, pobre y mayoritariamente negra o mestiza, se había cansado de la exclusión económica, de la discriminación social, del castigo de la violencia, del fuego cruzado entre bandidos y policías.
Por eso, ahora que las pancartas de los indignados brasileños repiten que “el pueblo se despertó” («O povo acordou»), dicen en la Red Extremo Sul, uno de los muchos movimientos sociales que con gran efervescencia han surgido en SP, que “el pueblo no despertó, porque la violencia que sufrimos nunca nos dejó dormir, y cada día es una nueva batalla. La periferia está siempre alerta, pero necesitamos organizarnos y no dejarnos llevar por banderas y frases huecas que representan los intereses de nuestros enemigos”. Es el mismo temor del que me hablaba Alisson: que, una vez más, las clases medias terminen beneficiándose de un levantamiento popular.

Foto de Alisson da Paz
Aquí hago un paréntesis en torno a un término puede inducir a confusiones: la “clase media” tiene en América Latina un significado muy diferente del europeo, y refiere más bien a clases medias-altas, dentro de una estructura social en que no hay apenas espacio para los términos medios: unos cuantos ricos, unos cuantos menos ricos, y muchos pobres. Esa concepción, muy arraigada en Latinoamérica, vino a quebrarse con la introducción del concepto de la clase C, esa nueva clase media emergente en Brasil que creció al albor de las políticas asistencialistas de Lula da Silva y del crecimiento económico que acompañó al país en la última década. Sin embargo, esa clase C tampoco tiene mucho que ver con lo que entendemos por “clases medias” en España —aunque, de seguir así, me temo que cada vez más nuestras capas medias de la población se parecerán más a esa clase C—. El propio término se creó por y para economistas, para señalar amplias capas de la población que, en buena medida gracias a la fluidez del crédito, ahora podían acceder a bienes y servicios que antes les estaban vetados, desde electrodomésticos hasta paquetes turísticos.
Alisson y el resto de mis amigos de la periferia paulistana pertenecen a esa clase C; esa que, aunque ha mejorado su situación económica y valora positivamente a Lula y a su sucesora, Dilma Rousseff, sabe que les siguen negando derechos, y que los derechos no se conceden: se conquistan. Por eso, esta vez, decidieron quedarse en las calles, exigiendo que cese el despilfarro del Mundial de Fútbol y que se les ofrezcan servicios públicos de calidad: educación, salud, transporte. La presidenta Rousseff parece estar dispuesta a escucharlos, pero ellos están prevenidos y, desde que las manifestaciones callejeras alcanzaron su punto álgido el 17 de junio, los movimientos sociales están intentando articularse para que no les roben su primavera. Veremos.
(1) ¿Exagero? Veamos… el salario mínimo en Brasil es de 640 reales, esto es, 225 euros. El habitante de la periferia que toma autobús y metro para llegar al trabajo, gasta 9 reales en ir y volver. Serían 220 reales, o 73 euros, si trabaja 24 días al mes. Y todo ello, repito, en condiciones de hacinamiento y humillación diarias durante alrededor de cuatro horas por día, si sumamos la ida y la vuelta.
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