Mujeres de la II República: iguales en el papel
«La libertad se aprende ejerciéndola».
Clara Campoamor
La circunstancia política de las personas no es una esencia sino un entramado organizativo y artificial creado para vivir lo mejor posible. Es por ello que las conmemoraciones históricas como la que hoy celebramos no tendrían sentido si no nos preguntamos en qué sentido y con qué alcance el poder organizado mejoró la vida de sus conciudadanos, y en especial, de aquel sector absoluta e históricamente discriminado: las mujeres.
La II República llega a un escenario social marcado por la imposibilidad material de hacer efectiva la igualdad entre hombres y mujeres. Ser mujer supone enfrentarse a un futuro opuesto y cerrado. Hablan por sí mismos los datos censales de 1930: dentro de los doce millones de mujeres, solamente un millón cien mil son activas en lo considerado como producción nacional. Quiere decir que la inmensa mayoría de las mujeres se dedica a labores domésticas con fuertes vejaciones laborales figurando como “miembros de la familia”.
Así, junto a la voz de aquella abogada malagueña, Victoria Kent, y el influjo femenino de Clara Campoamor en el Congreso, miles de mujeres anónimas desplegaron su esfuerzo diario bajo la más terrible invisibilidad en una España machista, homófoba y atrasada.
La República reacciona ante la discriminación de sexos, y a colación de la aprobación de la Constitución de 1931 introduce en su texto el principio de la igualdad entre hombres y mujeres, que más tarde acompañó al resto de leyes que paulatinamente se fueron aprobando. Así, el artículo 25 de la Constitución señala que no podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas, ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones o títulos nobiliarios. Este hecho supuso un hito histórico y un paso agigantado hacia la equiparación jurídica del hombre y de la mujer, y de su propia independencia. Un foco de luz intensa que despejó las dudas sobre la improcedencia de la incorporación de la mujer a la vida política y que en la esfera privada abrió la brecha de la liberación: posibilidad de tutelar menores e incapacitados, la autorización de ejercer la patria potestad sobre los hijos menores en un caso de viudez. Y lo más importante, la República aprueba una de las leyes de divorcio más progresistas de su época y su entorno europeo, junto al derecho al derecho de sufragio femenino.
Sin embargo, la legislación igualitaria respetuosa con la Constitución se enfrentó a una sociedad inflexible en la que era muy difícil romper con la desigualdad. En el ámbito laboral se mantienen puestos de trabajo denominados “propios del sexo”. No sólo se retribuye inferiormente a la mujer sino que se le continúa destinando a las labores que la sociedad ha interiorizado como propias de ella: todo el trabajo doméstico de limpieza, cocina, cuidado de niños y enfermos.
Y es que aunque el artículo 40 de la misma establecía la igualdad entre hombres y mujeres para el acceso al mercado laboral, la legislación continuaba tipificando algunos trabajos como prohibidos para la mujer. Una contradicción que manchaba ferozmente los principios constitucionales y que atendía a la más tajante discriminación social de sexos: por tratarse de trabajos duros físicamente para la mujer o insalubres. Desigualdad injustificada que se agravaba con el mantenimiento de normativas que prohibían el trabajo femenino en caso de que existiera desempleo masculino.
En definitiva, un panorama en el que a pesar de la contradicción legislativa y de la brecha entre el texto constitucional y la práctica, la mujer contó con la posibilidad de soñar y de sentir que había conseguido por un momento andar por la senda de la utopía: la de ser igual al hombre, al menos en el papel.
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