Raíces

Almanzor y la cabeza de Galib

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Almanzor y la cabeza de Galib

Así que a los cuatro años de la muerte de Alhakam II, sólo Almanzor y Galib compartían el altísimo título de hayib y eran las máximas autoridades de Al Ándalus. En los últimos tres años, Almanzor había dirigido ocho campañas militares contra la casa de la guerra –dar al-harb. Así se denomina a los países no musulmanes, por oposición a dar al-Islam. Es probable que si un cartógrafo del siglo X dibujara la península usara estos dos términos- y las había ganado todas.

Sin embargo, el pueblo andalusí seguía aclamando al viejo Galib como héroe de héroes y a él le atribuían las victorias del Dios Uno sobre los politeístas. Galib vivía en Medinaceli, cerca de las fronteras, y se acercaba a los setenta, pero la gente había llegado a creer que duplicaría esos años y que los hijos de sus hijos seguirían viéndolo a perpetuidad, erguido y digno, pasando bajo los arcos florales de la victoria que le construían en las calles de Córdoba. Con aquella voz de trueno, Galib era el sosiego y la garantía última de la seguridad del pueblo. Por eso, las mujeres hablaban entre risas de su legendaria masculinidad y los hombres, entre bromas, de su longevidad desafiante. Y, por eso también, Almanzor deseaba de corazón que su suegro muriese de forma natural, porque estaba seguro de que si eso no ocurría pronto, tendría que envenenarlo.

Un mediodía lluvioso, al comienzo de la campaña de primavera, el viejo Galib, se emborrachó durante los agasajos que le ofrecía el caíd de Atienza. Con la clarividencia propia de los ancianos ebrios, Galib acusó a Almanzor de dejarse derrotar en las plazas africanas. Lo llamó traidor. Revuelto por vinos jóvenes, sostuvo que estaba reclutando en Tingitania un formidable ejército de beréberes con el que, en realidad, no pretendía como decía dañar a los francos, sino apartarlo a él del gobierno del Ándalus. Lo acusó de desagradecido. Le exigió que se despojase de cuanto privilegio pudiera provenirle de la impureza y el pecado por yacer con Subh, la vascona, viuda de Alhakam y madre del califa niño. Lo llamó, en fin, jorobado maldito.

Cuando más arreciaba el desahogo de improperios del suegro, Almanzor dijo una palabra de más que estuvo a punto de costarle la vida a él y de cambiarnos la historia a nosotros. Al principio, desconcertado por la violencia del suegro, Almanzor se mostró conciliador y dispuesto a discutir en otro momento la política africana. A medida que intentaba defenderse con las palabras, Almanzor fue perdiendo la voz y notó que un hilo de miedo frío bajaba por el cauce de su espalda. Aterrado, le ofreció al suegro el perdón de la parte que aún le debía de la dote de Asma. Y ésta fue la palabra de más que pronunció. No dote, sino el nombre de la hija de Galib, porque el viejo, como si hubiera oído mentar en vano el nombre de lo más sagrado, desenvainó la espada y se fue con ella directo al corazón de Almanzor. Lo hirió en el esternón y sólo la interposición del caíd de Atienza impidió que lo rematara en el suelo.

 

Aturdido por la visión de su propia sangre, pero con un instinto de fuerza fría, Almanzor saltó por la ventana más próxima sin ni siquiera medir antes la altura. Y el único arbusto de rosas que había florecido ya en aquella alcazaba de inviernos perpetuos le salvó la vida a él y mantuvo el decurso previsible de nuestra historia. Solo se permitió perder la conciencia cuando entró en el cuarto en el que los miembros de su guardia jugaban a las barajas. Después de socorrerlo y curarlo, le preguntaron qué debían hacer. El canciller miró hacia las montañas con un gesto desorientado, como si no tuviera la menor idea de su ubicación y destino, pero después montó declinando las ayudas y ordenó con firmeza tomar el camino de Medinaceli.

A nadie le pareció una determinación razonable. Al anochecer, cuando divisaron las torres de la ciudad, sus hombres le preguntaron que dónde acamparían, y él respondió que pasarían la noche dentro. Tampoco ésta era una decisión razonable: Medinaceli estaba gobernada por el propio Galib y tenía la mejor guarnición militar de Al Ándalus, tras la de Córdoba. Pero con toda frialdad, el gran camarlengo se presentó en la casa de su suegro y le dijo al edecán que Galib no volvería de Atienza en mucho tiempo. Durante toda la noche sudó la fiebre de la herida del esternón en la alcoba de quien se la había hecho y a la mañana siguiente ordenó el saqueo de Medinaceli. A mediodía presidió el reparto del botín.

En el alcázar de Atienza, tuvieron que despertar a Galib para poder darle los informes detallados de lo que había ocurrido en Medinaceli. Cuando los oyó, gritó desesperado, mandó venir al caíd y, sin mediar palabra, lo atravesó con su espada por haberse interpuesto y haberle impedido matar a Almanzor. Después, con su guardia más cercana, aquel Galib de nuestros himnos de victoria emprendió la huida hacia el norte y allí se convirtió en un fugitivo emboscado.

La guerra se preparó durante todo el invierno. Comenzó en abril de 981, duró cuatro meses y, contra todo pronóstico, la ganó Almanzor. Después de su huida de Atienza, Galib no tardó mucho tiempo en recibir el apoyo de Sancho Abarca, régulo de los vascones. A lo largo de todo aquel año, varios amigos, viejos como él y asustados por las represalias que Almanzor podría tomar contra ellos, desmantelaron sus casas por toda la península y se instalaron en comarcas cantábricas y pirenaicas.

Para el combate final, los ejércitos se encontraron junto a la fortaleza de San Vicente. De un lado, formaban los vascones al mando de Ramiro, hijo de Sancho Garcés Abarca; los trinitarios de Castilla, al mando del conde García Fernández; y Galib, al mando de los restos de su antiguo poderío militar y de los girones del reconocimiento del pueblo. Enfrente, desmoralizadas y desguarnecidas, formaban las tropas de frontera de todo Al Ándalus; las capitalinas, dirigidas por un Almanzor enfermo y desesperado y, entre ambas, los seiscientos zenetes de refuerzo, llegados desde Ceuta al mando del general Yafar. En pocas horas, las tropas de la coalición desmantelaron las dos alas del ejército de Almanzor. Se oyó entonces la voz estridente del viejo Galib que desde lo alto de una colina, solo y borracho, pero erguido y elegante, se daba a la oración.

¡Al centro! –gritaba cuando vio desarticuladas las alas–. ¡Atacad el centro, porque el maldito jorobado sigue vivo!

Desde su atalaya podía ver en efecto la silueta desencajada de Almanzor que se movía de un lado a otro, que gesticulaba y gritaba pidiéndole a los zenetes la resistencia hasta la muerte en cumplimiento de los preceptos del yihad. Galib le respondía con cánticos hondos, porque estaba dotado desde los albores de otro siglo de una voz que parecía tener la virtud de disolver a los fantasmas. Seguro de su victoria inmediata, se permitió pedirle al Dios Uno su derrota y muerte, si es que había pecado al aliarse con las fuerzas de la casa de la guerra, y la victoria, si su vida era más útil que la de Almanzor para la casa del Islam. Llevaba la cintura ceñida por la faja blanquiverde de general omeya y unas patillas de oso que le alcanzaban hasta la comisura de los labios. De repente, desapareció su silueta de tartesio y se dejaron de oír su voz de salitre y su canto quebrado. Sus aliados se alarmaron. Ramiro, el vascón, envió a un oficial para que lo buscase y enseguida lo encontró muerto sin herida alguna, sin lesiones ni desgarros, y con los ojos abiertos y desencajados de pánico, como si hubiese visto por un último instante la cólera de Alá.

Nadie dudó de la intervención divina en la muerte del que fuera el general más glorificado. Los oficiales de su extraña coalición de fugitivos se apresuraron a arrancarle la mano derecha, la que llevaba el sello familiar, y se la presentaron con respeto a Almanzor. El canciller recuperado como por magia, empaquetado de nuevo en su túnica de seda, sonriendo incluso, aceptó la mano, pero les pidió también la cabeza para mayor garantía de la muerte y confirmación del milagro. Se la entregaron y, para que nadie dudara de su aceptación humilde de las señales de la Divina Providencia, tajaron el cuerpo del que había sido su emir, y esparcieron por el campo los mil dados de su carne. Se cambiaron de bando, mataron a Ramiro, jefe de los vascones y pusieron en fuga a todos los montañeses de pieles sin curtir que no entendieran que el dedo de Alá había señalado ya a Almanzor como el vencedor indiscutible de todas las batallas del futuro. A los restos de la coalición, los andalusíes los persiguieron sin piedad hasta que los vieron adentrarse en las ruinas de mármol de lo que había sido la ciudad romana de Pamplona. Acamparon para dar tiempo a que llegaran las instrucciones del gran canciller y, por la noche, sintieron el inconfundible hedor de la manteca de puerco. A la mañana siguiente, en lugar de dejarlos arrasar aquel campamento pestilente, Almanzor contuvo a sus hombres y le mandó emisarios al régulo vascón. Contra el vaticinio de los que aseguraban que los decapitarían y atacarían de inmediato, porque los navarros eran gentes de zarpazos más que de palabras, los mensajeros retornaron sanos al campamento. El régulo había aceptado todas las condiciones: la confederación de tribus vasconas, cántabras y astures se convertía en vasalla del Califa y en marca fronteriza de Hispania frente a los francos.

Cuando ya habían comenzado a celebrar la capitulación de los montañeses y a construir con detalles la narración verdadera de la milagrosa muerte de Galib, llegó al campamento el peludo y pequeño Sancho Abarca. Solo venía a suplicar de la magnificencia de Almanzor –al que llamó el rey, su señor, dominus Iacobus, el victorioso de Dios– que le entregara intacto el cadáver de su hijo Ramiro, para incinerarlo con leñas y ventearlo con zahumerios de conformidad con ritos anteriores a los siglos en que Roma nos mostró a los dioses. Para complacer la majestad de Almanzor, arrojó junto a la hoguera a una mujer de cabellos de paja, vientre prieto y hombros duros. Era su hija Aurora. Para nuestra sorpresa, Almanzor no solo aceptó el intercambio del cadáver de Ramiro, sino que tomó a la eslava como esposa. Años más tarde, esta mujer, de la misma raza que Subh, sería señalada por generaciones como madre de siglos de infortunio, porque de ella nació Abderramán Sanchuelo, acaso el principal responsable de la guerra civil que asoló Al Ándalus.

De regreso a Córdoba, la cabeza de Galib rellena de algodón se colgó en la puerta de la Corte.

José Luis Serrano
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