Lorca. Retrato de un alquimista visionario
Pocas veces una mirada supera la perfección del objetivo fotográfico. Tendría que ser un muchacho de treinta años de la Vega granaína el que llegara, consumido por el amor, a retratar la Ciudad con claridad hiperbólica.
De Granada hasta el embarcadero de barcos grises y aguas podridas, con sus negros e impecables zapatos cruzando el asfalto, hasta instalarse en la habitación de alguna residencia universitaria. Para cuando se desprendiera del equipaje, en ese tránsito primitivo y breve que aportan las ciudades al paparlas por primera vez, ya se habría instalado en su pupila el peso denso de las columnas de cieno.
Quién no ha sentido, al menos una vez, cómo las entrañas de una ciudad desmontan nuestro centro más autóctono y nos convierten en águilas de vuelo corto donde ya todo tiene un antes y un después. Pero Federico, no fue águila, sino Búho, Ruiseñor y Ángel, en una Ciudad de nombre compuesto: Nueva York.
Si el mundo es grande, sólo podría ser en ésta, únicamente en esta ciudad, en la que el poeta se convirtiera en sujeto poético de su propia obra. Nueva York es el mundo y Lorca su poeta. Un poeta de corte transgresor que irrumpe en hacedor de la crítica social. Que se revoluciona a sí mismo por dentro para denunciar lo que ve por fuera.
Una única persona y una única pluma desmembrada en una doble faceta; el Federico tierno y cariñoso que escribe epístolas a sus hermanas y a sus padres con aliento de alegría y sosiego junto al Federico calidoscópico, observador, fotógrafo urbano del mundo terrible que se abre ante sus ojos, sin remedio ni mañana. Esto es, bajo los gemidos de una aurora nublada, constreñida.
La desigualdad e injusticia del mundo occidental impactan en el poeta de manera agresiva. Nueva York será la ciudad en la que rueden por el asfalto mendigos cubiertos de frío y ratas de alcantarilla bochornosa. Sólo el juego de metáforas lorquianas, sobre todo en el poema “La Aurora de Nueva York”, consigue captar, con impecable perfección, la estampa urbana y sombría de una ciudad incendiada por la crisis del Crack del 29 y los suburbios de negros marginados.
La alquimia de la aurora gimiendo representa el mañana o esperanza que no llega. Lorca asume como causa directa de la situación social el veneno del dinero, esos “enjambres furiosos de monedas”, el uso irracional del mismo que provoca la desigualdad de clases. Una sociedad, además, asfixiada por leyes arbitrarias y políticas regresivas. “Los sudores sin fruto” será la imagen poética que conecte precisamente con los esfuerzos inútlies de quienes no tienen nada, de los más débiles. Una ciudad que destruye la esperanza y la luz, y que sin embargo es la cuna de salvación que el mundo espera, es una ciudad desgraciada. De gentes sin porvenir ni consuelo que “vacilan insomnes”. Por ello, Federico emplea el tiempo presente, porque lo que ocurrió antes del momento poético ya no existe. Y es consciente, muy consciente, de la caducidad de los tiempos. Pero también de la perpetuidad de lo imposible, del olor a nardos de angustia.
Federico fundirá versos para buscar sobre las aristas urbanas lo que queda de Aurora. Todavía se oye el gemido de Federico invocando la Luz bajo el puente de Brooklyn.
Nueva York, Provincia de Granada. Como el cielo de Andalucía. Enfocada con la mirada de Lorca en dirección del Ahora más terrible. Alquimia del último verso lorquiano, como una profecía. Como el temor más amenazante de nuestro tiempo: que no haya mañana, ni paraíso, ni amores deshojados.

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