Literatura

Crisis en la inmobiliaria

Foto de d3design

Pulsa el botón con el número cinco. Está comenzando a cansarse del asunto. Se cierran las puertas del ascensor y baja cuatro plantas. Cuando para y se abre de nuevo, sigue estando en el mismo sitio. Lleva así no sabe cuánto tiempo ya. Aprieta el cinco de nuevo. Sonríe. Da por hecho que nada va a cambiar.

Se había subido al ascensor más animado que de costumbre. No es que tuviera motivos especiales para tanta alegría; se había despertado así esa mañana. No le dio más vueltas y, tras los rituales necesarios, salió de casa tarareando una canción de moda, ahora que no le oía nadie. Salió a la calle y caminó hasta la oficina, donde no tenía claro qué tipo de jornada le esperaba. Lo mismo tocaba cerrar varias ventas como pasarse el día cotilleando a amigos en Facebook.

Saludó al conserje al entrar en el edificio señorial, entró al ascensor, que le esperaba, ahora lo empezaba a comprender, con cierta sonrisa irónica, ya verás tú la que te espera, y apretó el botón con el número cinco. Ya había perdido la cuenta de las veces que había repetido ese movimiento. Y aun no había salido de la planta nueve. 

En momentos de flaqueza, se planteaba incluso bajar andando por las escaleras. Pero dos motivos le aferraban a la decisión de seguir intentándolo. Uno, que no se rendía tan fácil. Por eso era uno de los comerciales estrella de la inmobiliaria. Dos, que hasta donde podía recordar, el edificio solo constaba de siete plantas. Y a pesar del ánimo especial con el que se había levantado, el espíritu aventurero nunca había sido una de sus cualidades. Así que pulsa de nuevo el cinco, apretando un poco más fuerte, como para que el ascensor entienda que está empezando a mosquearse de verdad, que ya está bien de tonterías… No me conoces cuando me cabreo. No te conviene. En serio.

Asoma la cabeza por la puerta y, como era de esperar, le recibe un letrero que reza: “Planta 9ª”. Mira al suelo, hacia sus pies, mientras se rasca la cabeza y, ya que está en ello, la oreja derecha. Respira hondo. Da un leve golpe con la punta del zapato izquierdo que hace que el ascensor vibre un poco. Suelta el aire  y levanta la mirada. Tras un par de minutos contemplando el panel de números del aparato, como pidiendo explicaciones, hunde el índice de su mano derecha en el botón del cinco y lo deja ahí mientras dura el descenso. Cuando se abre la puerta, sigue en el noveno.

Ese ánimo especial con el que amaneció ahora le suena como algo tan lejano… tan irreal. Como un sueño. Le parece que lleve media vida intentando llegar a su destino. Durante unos minutos, permanece quieto en el interior de la cabina, sonriendo nervioso. Incluso llega a pensar que, total, para pasarse la mañana en Facebook o en el Marca, por lo menos ahora tiene algo que contar a los amigos. Y a su mujer también, claro. Sin embargo, este autoengaño no dura lo suficiente, y poco a poco va sucumbiendo a la desesperación, que paulatinamente irá transformándose en miedo, terror, pánico.

Cuando al fin logran encontrarle, está sentando en cuclillas contra la esquina izquierda del ascensor según se entra, la más lejana al panel de botones. Tiene la espalda curvada hacia delante y las manos sobre la cabeza. Gime sin parar. Dos compañeros de la inmobiliaria y el conserje suman fuerzas para arrastrarle fuera. Cuando él levanta la vista, tiene la mirada en otro mundo, enrojecida, acuosa. No puede parar de balbucear. Solo se le entiende “cinco… nueve…”, repetido como un mantra o un sortilegio. Nadie logra explicar el significado ni lo que le pasa. Lleva en crisis desde entonces y ya ninguno sus familiares o amigos apuesta por su recuperación.

Miguel Blanco
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