Enlorquecidos

El sueño de las manzanas

El sueño de las manzanas

(Un viaje desde la vida a la muerte del poeta de Granada
a través de su obra poética en el 75 aniversario de su muerte).

Querías dormir el sueño de las manzanas, y alejarte del tumulto de los cementerios. Dormir y soñar. Querías ser como aquel niño que quería cortarse el corazón en alta mar. Deseabas jugar con la luna de pergamino y contarme tu sueño. Pero no sabías si quedarte o marcharte. La duda te desorientaba.

¿Lo recuerdas, Federico? Agosto se consumía, ya casi a mediados, y no sabías si coger el tren hacia Granada o quedarte unos días más en Madrid. ¿Qué hago?, te preguntabas intermitentemente. Ya sé que hacía mucho calor para viajar incluso más allá de tu infancia sin ser una rata para el asalto de los grandes almacenes, y que echabas de menos a tu hermana, que unos días más tarde, sería el santo de tu padre y el tuyo. Y que en el fondo nada ansiabas más que estar allí, con ellos, en el jolgorio que ese día se monta en la Huerta de San Vicente. Por eso lo comprendí. Y abrí el balcón de tu casa, como me habías pedido. Y nos fuimos, en el mismo vagón, hacia tu Granada.

Cuando el tren comenzó a andar, mil caballitos persas corrían impasibles a nuestro ritmo. Los miré a través de la ventana porque su negrura brillaba sobre la oscuridad de la noche. ¡¡Qué infinita oscuridad!! Al otro lado se adivinaban los rostros de los viajeros reflejados en el cristal de la ventanilla, se percibía su cansancio, estaban muertos de sueño. ¡¡Ellos muertos de sueño; y tú hambriento de manzanas!! te dije disimuladamente. Y te reías. Tú siempre permanecías sonriente. Entonces te acercaste a mí, como un niño chiquito que apoya la cabeza en el pecho de su madre, y en voz baja comenzaste a hablarme de tu sueño, de tu infancia.

Tu empeño en viajar entre las raíces del ser y de la vida chocaba frontalmente con la obsesión del tren por llegar a Granada. El tren, la vida y Granada. Nos faltaban horas para seguir hablando de tu infancia, de tu sueño, y cada vez estábamos más cerca de nuestro destino. No dejabas de decirme que te sentías como un solitario, azul, inexplicable muerto. Y a mí me desconcertabas, pues parecías profeta de una profecía, obstinado en atravesar la infancia hasta sentirte ahogado. ¿Por qué, Federico?, te pregunté. Sólo me respondiste, que aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta. Me han cerrado la puerta… Naturalmente yo no apostillé nada, los poetas sienten cosas que no pueden explicarse, pensé. Volver a preguntarte no tenía sentido en ese momento.

Pero si al apoyar tu cabeza en mi pecho, durante el trayecto, conocí tu pasado, cuando por fin el tren llegó a Granada adiviné tu futuro en tus ojos, lo vi al mirarte. Y me eché a temblar. Me sequé el sudor frío de la frente mientras te veía achancarte el pelo y colocarte la chaqueta con escrupuloso cuidado.

¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!

Cogiste la maleta y te echaste a andar. Yo me quedé atrás viéndote ir. Conforme avanzabas el paso, más intensa era la luz que sobre tu hombro podía divisar, como un sol diminuto sobre tu espalda. Tanto me deslumbró aquella bolita dorada que te grité: ¡¡Federico, las manzanas!! ¡¡Federico, el sueño!! Te volviste, me miraste y sonreíste amargamente, como si quisieras salvarte, tan cerca ya de aquel muro de malos sueños.

Te alejabas lentamente y contigo se iba la rata-infancia con el anda de oro, de luz, entre sus dientes hacia un jardín oscurísimo. Perdiéndote por el mar como te has perdido muchas veces por el corazón de algunos niños. Ignorante del agua, ibas buscando una muerte de luz que te consumiera.

Sí, una muerte de luz que te consumiera. Pero que todos sepan que no has muerto, que hay un establo de oro en tus labios.

Ana Silva
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