Viaje a Granada
Curioso que la gente piense que un viaje es siempre lo mismo que un viaje. Que da igual Lisboa o Nueva York, ir a Ítaca o volver a casa. Curioso que las ensoñaciones se llamen viajes mentales y los sueños viajes astrales, que la alucinación sea un viaje y que el resignado trayecto del trabajador hacia su factoría se llame también viaje urbano. Curioso, en fin, que la acción de trasladarse se llame viaje tanto si se traslada el cuerpo en un viaje profesional como si se te traslada el alma hacia el pasado irrecuperable de aquella primavera efímera en que la conociste.
Viajero, en cambio, parece una palabra más precisa, porque designa a un artista. El arte es la demora en el tiempo y viajero es sólo aquel que vive en el viaje. El que pide a los dioses que el viaje sea largo, el que no teme a Cíclopes, ni toma el primer tren, ni el segundo, sino que aprende a vivir en las estaciones.
Hay ciudades-joya que se dejan mirar y fotografiar y que puedes traerte en la maleta, pero hay ciudades-perfume que sólo puedes traerte en el recuerdo de un amanecer o en la traicionera memoria del olfato. Cuando el turista dispara su cámara en las ciudades-joya adquiere postales, cuando -muy de vez en cuando- el viajero toma una fotografía en ciudades-perfume capta un instante de una vida profunda, como si pillara la respiración profunda de su animal totémico (el tigre de Córdoba, el león de Granada, el caballo de Sevilla).
Los turistas creen captar con sus postales el alma de una ciudad-joya. Los viajeros saben que cada fotografía tomada es la prueba de que su alma se quedó en los atardeceres de aquella ciudad-perfume, que tuvieron la suerte o la desdicha de conocer.
El turista prefiere las playas, las compras y los paisajes. El viajero prefiere Estambul, Calcuta y Marraquech, tres ciudades que permiten la demora o el no retorno.
Granada fue durante siglos ciudad de viajeros, hoy es ciudad de turistas.
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