Extranjería: aprender a pronunciar nombres difíciles (1)
Comentan que se prepara una nueva redada antes de que se apruebe en el Congreso la ley sobre los nombres difíciles de pronunciar. Todos los libros de mi Biblioteca, o casi todos, deben ser escondidos, ¿pero dónde? Si los alojo en casa del vecino, pongo en riesgo su integridad. Si selecciono los que tienen más edad, serán los primeros en ser quemados. Si los distribuyo en la red de amigos, irremediablemente se perderán. Si escojo los menores de 65 años, los devolverán a sus lugares de origen, es decir a la memoria, un espacio en el que no molestan ni generan coste alguno, pero no podré tocarlos, ni leerlos, tal vez solo soñarlos. Podría falsificar sus tejuelos al modo en que hacían los judeoconversos, colocando la expresión Viejo Testamento donde debía decir Torah. O colocar los más difíciles de pronunciar ocultos en una segunda fila.
Cuando lleguen los inspectores, normalmente torpes y poco dados a las lenguas y, mucho menos, a la correcta pronunciación, ¿cómo les explico la dificultad en la pronunciación del nombre? ¿Cómo explicarles que hay que usar la historia, las sensaciones y la imaginación para no confundirse? ¿Cómo pronunciar Your-ce-nar, Sha-kes-pea-re, Leo-par-di… sin que sospechen algo desde la primera sílaba? Deberé aclarar que Calvino no es el hereje cismático sino un anodino —para restarle importancia– escritor italiano (uno de los autores que me producen el vértigo del placer y del que no debo nombrar siquiera que nació en Cuba). De Dostoievski diré que no genera gasto social alguno. Esta muerto y casi olvidado. De Masttreta diré justo lo contrario, que goza de perfecta salud. Juraré que está de visita, que su visado es turístico y que me voy a deshacer de ella lo antes posible… Antes de que toquen los anaqueles les diré que se equivocan, que Zola, Pavese, Simenon y Sciascia, aunque suenen raros, son comunitarios: ¡lo juro!
Ya han llegado. Sus gestos muestran una fría atemporalidad de las emociones. Se dirigen directamente a la estantería más cercana y querida por mí. Son mis antepasados, una memoria nunca suficientemente reconocida. Intentan pronunciar: Wa-lla-da, Ibn Rus-chd, Ben-Mai-món, Ha-le-vy. ¡Pero esto qué es!, grita el más joven y, aparentemente, espabilado. ¡Hay más! Ben-Ez-ra, Ibn-Hazm, Nah-ma-ni-des… Les ruego que no se equivoquen, balbuceo, ¡las apariencias engañan!, les digo a modo de vieja verdad, de esas que no necesitan demostración. No es lo que parece, estos que tienen tan impronunciable nombre son de aquí, de Córdoba, Sevilla, Málaga… desde hace mucho tiempo y la ley (solo la ley) les reconoce la nacionalidad…
¿Y qué me dice de estos?, se encara el más joven: León El Africano y León Hebreo, estos ni siquiera ocultan su origen, ¿estos también son españoles? Respiro e intento explicar que aunque la Historia los convirtió en extraños, también son nacidos aquí. En un caso se trata de un gran viajero al que se le incorporó ese topónimo como apellido y en el otro, «hebreo» nunca puede ni debería ser sinónimo de extranjería. ¡Es tan difícil borrar los estigmas! Con ambos me fue imposible convencerlos…
Iban arrancando libros y más libros, los tejuelos caían y se confundían, arrastraban a los libros vecinos como fichas de dominó. Al final, sobre el suelo, al alimón, seleccionaban: Amery, Camoens, Camus, Celine, Brecht, Wolf, Canetti, Wislawa Szymborska… ¡Son comunitarios!, ¡son comunitarios!, grité en resorte automático. Leía sus nombres y veía sus caras. Ka-da-ré pronunció uno de los agentes… y yo no supe qué contestar. (Mi afición a leer la prensa varios días después era la causante de que no supiera, en ese instante, que a Ismail Kadaré le acababan de conceder el Premio Príncipe de Asturias de las Letras… Su emocionante libro El Firmán de la ceguera fue levantado del suelo y expulsado de la Biblioteca). Si pudieran volar ya se habrían dado a la fuga.
Pensé, frente a esos nombres, que yo soy menos que mi nombre. No cabían argumentos, ni consideraciones sobre sus cualidades artísticas, ni sobre los más jóvenes y prometedores, ni sobre la Historia y la Memoria, ni sobre sus innegables servicios y aportaciones… Sólo había que averiguar su condición administrativa. Esa era la consigna. El desorden de mi Biblioteca era locura, el orden que ellos imponían era infamia.
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