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Un viaje a Marruecos

Un viaje a Marruecos

La epopeya de Abu l-Hasan Ali Ibn Nafi, más conocido como Ziryab -“El Pájaro Negro”-, aquel músico, poeta y árbitro de la elegancia que revolucionó el califato cordobés, dejó su huella en una forma muy peculiar de armonizar el canto y que bien pudiera proceder de Bagdad, donde él comenzó a tañer el laúd tetracorde, al que añadió una quinta cuerda. Prácticamente desaparecida de la realidad musical española con posterioridad a los Reyes Católicos, existen armonías rítmicas de dicha tradición en algunas canciones folclóricas, como pueda ser la célebre Tarara, pero difícilmente pueden encontrarse otras afinidades con el flamenco, a pesar de las teorías del propio Blas Infante o de las fusiones posteriores que han popularizado cantaores flamencos como Juan Peña El Lebrijano, Enrique Morente o Segundo Falcón, entre otros.

Estas fusiones principiaron en 1983 con el espectáculo Macama Jonda, de José Heredia Maya, que logró reunir a varios artistas flamencos con la orquesta andalusí que dirigió en Tetuán el célebre Chekara, a quienes algunos llamaron el Camarón del Magreb y que, junto a Tensamani, fue uno de los grandes conservadores de ese tesoro musical. Unas y otras tradiciones musicales mantienen un fondo modal común, el modo Mi, la llamada cadencia andaluza, pero también existen distingos: “Ellos tienen un ritmo distinto porque son mucho más ricos en ritmo, ten en cuenta que aquí siempre vamos a un 3×4, un 4×4, pero ellos miden de distinta manera, miden cinco, siete y medio, nueve…”, matiza con razón Juan Peña.

Lo cierto es que el impulso definitivo para afrontar el estudio del flamenco lo percibe, de hecho, Blas Infante cuando viaja a Marruecos en 1924. En un patio de Rabat, escucha por primera vez una nuba arábigo-andalusí, una música coral en la que él aprecia similitudes con el cante. Es a partir de este periplo cuando Blas Infante se propone estudiar el origen histórico del cante jondo, que hasta entonces venía a considerar, a la manera del anti-flamenquismo que ya preconizaba Eugenio Noel, como un “capricho menospreciable, de decadencia, de juerga, de histriones, de juguete”.

Blas Infante  elabora ya entonces una primera teoría sobre dicho particular: “La nuba sigue melodiando la saudade lírica de Andalucía en el destierro”. Los moros andaluces, como Infante les llama, se apellidaban Crespo, Vargas o Torres. Blas Infante se reconoce como “mojazin”, combatido y desposeído como sus antepasados. La música andaluza, proscrita en la sociedad, viene a refugiarse en el individuo: deja de ser coral, se torna secreta, inaccesible, pero al mismo tiempo se intensifica. “Es toda una intimidad trágica”. El debate sobre la polifonía marcará buena parte de sus reflexiones sobre el flamenco y la música arábigo-andaluza.

Nadie descarta, al día de hoy, que pueda existir alguna huella musical arábigo-andalusí en el flamenco actual, que es un arte apenas emergido hace dos siglos, mientras que Ziryab llegó a Córdoba al comienzo del siglo noveno de nuestra era. Tampoco resulta un disparate rastrear indicios de la música sefardí, de las jarchas, los romanes y otras canciones populares de Castilla -­la seguidilla castellano manchega daría pie a las populares sevillanas-, por no hablar de la farruca de origen gallego, la clara sombra de las jotas aragonesas que dieron pie a la jota de Cádiz y de ahí a las alegrías.

Las repoblaciones que siguieron a la Conquista quizá guardaron también el secreto original del cante, aunque sólo sea una parte alícuota. Frente al fandango flamenco, muchas otras formas de este mismo arte se extienden por la geografía rural de Andalucía, donde son especialmente peculiares el llamado fandango de chacarrá o de Cucarrete, en la zona del Estrecho. O, distrayendo nuestra atención de verdiales o de trovos alpujarreños, también se detectan en algunos estilos flamencos claras influencias de la percusión africana, a partir de las grandes lonjas de compraventa de esclavos en Cádiz y Sevilla o de la población africana que desde el siglo XVII al XIX fue notable en algunos lugares de Andalucía y que podría haber sustanciado el origen de los tangos flamencos, como defiende José Luis Ortíz Nuevo y otros autores.

Sin entrar, por supuesto, en los llamados cantes de ida y vuelta: guajiras, milongas, vidalitas o colombianas, que arraigaron inicialmente en América para retornar debidamente aflamencadas a la cuna dela Carrera de Indias.

Juan José Téllez
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