El secreto del Olivo
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Desde el origen de los tiempos, la paz es el anhelo primordial de todos los seres humanos: la paz sea contigo, Shalom, Salam… Sin embargo, en una humanidad dirigida por un poder invariablemente masculino, ha sido la fuerza la que ha prevalecido. La mano alzada y armada, no la mano tendida y solidaria.

Si quieres la paz, prepara la guerra” es un proverbio perverso que ha sido seguido indefectiblemente instigado por los productores de armas. El pueblo, confinado en espacios físicos e intelectuales muy reducidos, siempre obediente, atemorizado y sumiso hasta el punto de ofrecer su vida a los designios de sus dueños, sin discusión posible.

Cada ser humano único capaz de pensar, de imaginar, de crear, de inventar su destino y no aceptar el fatalismo, lo inexorable, ha sido testigo y no actor de lo que acontece.

La educación —que no debe de confundirse con la información, la formación o la instrucción— consiste en saber dirigir la propia vida, en ser uno mismo, en actuar en virtud de la propia reflexión y nunca al dictado de nadie.

Educación para formar a personas “libres y responsables”, como establece el artículo primero de la Constitución de la UNESCO. Educación para reconocer la igual dignidad de todos los seres humanos y, en consecuencia, respetar la identidad de todos sin excepción, fomentando una convivencia armoniosa, la integración y en ningún caso la asimilación.

La diversidad infinita es la gran riqueza de la condición humana. Hallarse unidos por unos valores universales es su fuerza, la gran baza de los pueblos, a quienes la Carta de las Naciones Unidas confía “evitar el horror de la guerra a las generaciones venideras”.

Para evitar la guerra, para construir la paz en la mente de los seres humanos es necesario com-partir, partir con los demás lo que uno tiene, bienes materiales, conocimientos y experiencias.

Y observar los “principios democráticos” y los Derechos Humanos inherentes al misterio de la existencia de cada uno y que se reconocen solemnemente para “liberar a la humanidad del miedo y de la miseria”. Ese miedo que nos atenaza, que convierte las creencias en temor -en lugar de Amor-, el poder en amenaza en lugar de ayuda y amparo.

Todo estaba bien diseñado al final de la II Guerra Mundial: las Naciones Unidas para que todoslos pueblos” dispusieran de los medios conjuntos que garantizaran la seguridad a escala planetaria; y asegurara la alimentación (FAO), la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), la Salud (OMS), el Trabajo (OIT), el Desarrollo (PNUD)…

Un gran programa especial para la Infancia (UNICEF) para estar seguros de que, sin discriminación alguna, cumplía el compromiso supremo de tener permanentemente en cuenta a las “generaciones venideras”.

Sí, todo estaba bien dispuesto: “Solidaridad intelectual y moral”, igual dignidad sin distinción de género, etnia, ideología, religión, edad…

Pero pronto los países más poderosos sustituyeron la cooperación internacional por explotación, las ayudas por préstamos, lo valores por el mercado… y las Naciones Unidas por grupos plutocráticos (G6, G7, G8… G20) que intentaron, infructuosamente, la gobernación mundial.

Guiados exclusivamente por la codicia e irresponsabilidad, según palabras del presidente Obama, a través de una economía de especulación y de guerra, con un gasto militar de 4.000 millones de dólares al día -no me canso de repetirlo- al tiempo que mueren de hambre y olvido más de 70.000 personas, con una deslocalización productiva —porque lo único importante es ganar más, sea como sea— y una total impunidad en la transgresión del Derecho Internacional, con grave deterioro del medioambiente y tráficos de toda índole (armas, drogas, patentes, capitales, personas…)

El resultado ha sido la crisis múltiple (social, financiera, medioambiental, mediática, ética…) que padecemos actualmente.

Han intentado reducir a la mayoría de seres humanos a la condición de simples espectadores impasibles, de receptores de información, progresivamente desafectos, desinteresados, hasta indiferentes.

Pero el inmenso poder creador que anida en cada ser humano, nuestra esperanza, ha comenzado a ponerse de manifiesto no por destellos, como ha sucedido en el pasado, sino a través de una tecnología de la comunicación que permite, por primera vez en la historia, la participación no presencial.

El poder está intentando por todos los medios que la sociedad civil permanezca distraída, mediante grandes dosis de entretenimiento y de informaciones sesgadas, partidistas. Pero el tiempo del silencio y de la sumisión ha concluido.

Ahora sí, la transición de súbditos a ciudadanos está en marcha. Actores de su propia vida, utilizando el ciberespacio, se producirán —ya se están llevando a cabo— las movilizaciones que devolverán el sentido democrático genuino a la actuación del poder, se refundarán unas Naciones Unidas dotadas de los medios personales, económicos y técnicos pertinentes para el cumplimientos de sus altísimas misiones, se iniciarán las grandes transiciones que harán que el siglo XXI sea, en un nuevo comienzo, en una nueva era, el siglo de la gente: la transición desde una cultura de especulación y guerra a una cultura de desarrollo global sostenible; la transición desde una cultura de imposición, dominio y violencia a una cultura de encuentro, diálogo, alianza y paz; en suma, la gran transición histórica de la fuerza a la palabra.

El tiempo del gran dominio (militar, económico, energético, mediático) ha concluido.

Se inician, en estos albores fascinantes de siglo y de milenio, irreversibles secuencias de acontecimientos a través de los cuales los seres humanos tomarán en las manos, ya era hora, las riendas de su destino.

Se hará realidad, al demostrar que tantos imposibles hoy son posibles mañana, el sueño que guardaba secularmente, descubrirá el secreto del olivo: vivir en paz.

Federico Mayor Zaragoza
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